Oí al Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él-, diciendo:

«Quien de vosotros vea una mala acción, que la cambie con su mano, si no pudiera con su lengua, y si no pudiera, entonces en su corazón, y esto es lo más débil de la fe».

Lo transmitió Muslim.

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jueves, 29 de abril de 2010

Rostro.

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SIGNIFICACION E HISTORIA DE LA CARA


La cara, esa la del espejo, “responde a la aventura personal de cada uno, pero lo social y lo cultural modelan su forma y sus movimientos”, advierte el autor, que muestra cómo el rostro es una construcción históricamente fechada y también explica por qué la cara de la madre, que estuvo al principio, estará en el final.


Por David Le Breton *

“Desde que los rostros de los hombres se volvieron hacia fuera, éstos se tornaron incapaces de verse a sí mismos. Y esa es
nuestra gran debilidad. Al no
poder vernos, nos imaginamos.
Y cada uno, al soñarse
a sí mismo y ante los demás,
queda solo detrás de su rostro.”
René Daumal


El sentimiento acerca del rostro, a lo largo de las peripecias de la historia occidental, es objeto de una construcción cultural y está determinado por el estatus social otorgado a la persona. En las civilizaciones medievales y renacentistas de Europa occidental, el hombre no se siente diferente de los otros. Se confunde en la multitud de sus semejantes, sin que su singularidad haga de él un individuo en el sentido moderno de la palabra. La vida medieval es siempre gregaria, implica la presencia permanente de los otros. El espacio no prevé la intimidad, los hombres sólo pueden vivir juntos. El cuerpo humano es el signo de una inclusión del hombre en el mundo y no el motivo de una ruptura, de una diferencia. En ese contexto, aunque sea útil para reconocer más fácilmente al otro, el rostro no es objeto de un valor específico.

A fines del Renacimiento, se considera cada vez más el cuerpo humano como exterior al mundo que lo rodea, ya no tejido con la misma materia que da consistencia al cosmos, sino como estructura de carne y hueso, marcador de la presencia de un individuo de cuya soberanía traza los límites. El individualismo, por largo tiempo confinado a ciertas capas sociales privilegiadas, a ciertas zonas geográficas, a las ciudades, amplía poco a poco sus bases para abarcar, en el transcurso de los siglos siguientes, el conjunto de las sociedades occidentales. La valorización de la biografía, la aparición de un arte de la ironía y de la broma son indicios de la importancia que adquiere el individuo, acentuada por el desarrollo económico y social a través de las figuras del comerciante y del banquero. La afirmación del “yo” se vuelve una forma superior a la del “nosotros”. El individuo ya no está en una fórmula de vasallaje al grupo: afirma su singularidad, su independencia de pensamiento; se siente el responsable de su historia. El cuerpo permite la afirmación de la diferencia individual, coronada por el rostro. El rostro se vuelve cada vez más “el espejo de los movimientos del alma”. Los cada vez más numerosos adjetivos a este respecto implican, a nivel de la lengua, la psicologización que afecta al individuo y que define su rostro, otorgándole una supremacía especial.

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El rostro único del hombre responde a la unicidad de su aventura personal. No obstante, lo social y lo cultural modelan su forma y sus movimientos. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orientaciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas. Las mímicas y las emociones que lo atraviesan, las puestas en escena de su apariencia (peinado, maquillaje, etcétera) revelan una simbología social de la que el sujeto se sirve con su estilo particular.

El “niño salvaje”, el autista o el ciego de nacimiento dan cuenta de un rostro mudo que sólo la intervención de un entorno atento puede socializar. El rostro es pues el lugar del otro, nace en el corazón del lazo social, desde el cara a cara original del niño y de su madre (el primer rostro), y durante los innumerables contactos que la vida cotidiana entabla y desentabla.

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Para el propio hombre, el rostro a menudo es un lugar problemático, ambiguo. En ese sentido, podría decirse que el “yo es otro” de Rimbaud encuentra su expresión corporal más sorprendente en el hecho de que el rostro es Otro. En él nace la pregunta: ¿por qué estos rasgos?, ¿qué relación tienen conmigo? Y son pocos los individuos que aceptan sin resistencia ser filmados o captados en video. Algunas sociedades erigen tabúes ante cualquier retrato, rechazan las fotografías. Temen que la imagen sea el propio hombre y otorgue al que se lo apropia un poder mortal o malintencionado sobre el ingenuo que se deja atrapar por el ojo del objetivo.

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Toda aparición de un rostro es la de signos de reconocimiento. Cierta manera de organizar la puesta en escena (maquillaje, bigote, barba, corte de cabello), de producir mímicas, de posar la mirada en los otros, hace del rostro el lugar de la evidencia familiar que permite atribuirle, de entrada, una serie de significaciones. Jamás es una naturaleza, sino una composición. Es la materia básica para un trabajo sobre sí, al mismo tiempo que para una influencia social y cultural sutil. La socialización modela la intimidad corporal más secreta del hombre, y no deja de lado su rostro.

A través del rostro se lee la humanidad del hombre y se impone con toda certeza la diferencia que distingue a uno de otro. Al mismo tiempo, los movimientos que lo atraviesan, los rasgos que lo dibujan, los sentimientos que emanan de él, recuerdan que el lazo social es la matriz sobre la cual cada sujeto, según su propia historia, forja la singularidad de sus rasgos y expresiones. Todo rostro entrecruza lo íntimo y lo público. Todos los hombres se asemejan pero ninguno es parecido a otro.

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Nuestro rostro nos posee al menos tanto como nosotros lo hacemos nuestro. Nos posee en el sentido de que nos engaña, de alguna manera se burla de nosotros. Nos encierra en él y nos condena a una ambivalencia con respecto a él. Tiene un peso a veces difícil de soportar, pues es el signo más expresivo de la presencia ante el otro, la marca donde el envejecimiento, la precariedad, incluso la fealdad (más bien el sentimiento de fealdad, pues ésta nunca es un hecho en sí sino un juicio), inscriben con total evidencia una huella que el hombre occidental desearía más discreta, a causa del sistema de valores de nuestras sociedades, llenas de terror ante el envejecimiento o la muerte.

En lo que nos identifica, el rostro también nos limita, produce destellos en negativo de todos los rostros que no somos. Eso explica la atracción del disfraz, la máscara, y la tendencia que lleva a muchos sujetos a cierta denigración de su rostro. El “yo es otro” toma con facilidad los aspectos de la reticencia ante el propio rostro, colmado de una perturbadora extrañeza. La figura humana alberga lo inasible del Otro en el centro del yo.

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La sonrisa o la risa son expresiones que no se transparentan jamás en el rostro de un niño aislado originariamente de todos los lazos sociales, como lo recuerda la historia de algunos niños “salvajes”, observados de cerca en su época por testigos atentos. A pesar de su amplia difusión cultural, no se trata de automatismos inscriptos de una vez y para siempre en la naturaleza del hombre y llamados a desplegarse un día, a su tiempo, a modo de las flores japonesas al contacto del agua. La sonrisa o la risa son las expresiones de una ritualidad, que proviene de una simbología corporal adquirida con la presencia de los otros y que se renueva permanentemente por los innumerables lazos que se anudan a cada instante entre los actores. Pertenecen a un universo de significaciones. No sólo modelan los rasgos, sino también las manifestaciones corporales propias (expresión verbal, gestual, dirección de la mirada, etcétera), sobre un modelo unánimemente reconocible por los actores de un mismo grupo social. Del mismo modo, su aparición no depende del azar, sino que se basa en condiciones sociales y culturales precisas. La risa o la sonrisa son los elementos de una simbología, del mismo modo que el hombre triste o disgustado ha aprendido de larga data las figuraciones que se le imponen en ciertas condiciones y se le hacen carne. El niño llamado “salvaje”, mantenido por mucho tiempo fuera del contacto social –que, sin embargo, debió conocer al menos en los primeros años de su existencia–, ofrece un rostro indescifrable a los testigos, un rostro que ignora la sonrisa y la risa, del mismo modo que ignora las lágrimas.

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Una de las causas del ostracismo del que son víctimas los ciegos es la dificultad de descifrar su rostro enigmático, que todavía se está haciendo, inacabado o modelado torpemente, rostro sin el Otro, que turba en proporción a su ausencia de movilidad. En el transcurso de la interacción, cada actor está en posición de espejo ante su copartícipe, puede identificarse con él, reconocer sus movimientos, sus mímicas: gracias a esos signos está suficientemente informado acerca del otro como para que el intercambio se desarrolle de un modo familiar, con toda la seguridad significante. Pero los rasgos poco móviles del ciego congénito no dicen nada, no dibujan ninguna de las mímicas codificadas que deberían marcar el desarrollo del encuentro; no acentúan ni atenúan la palabra o la presencia. Pueden encarnar, en ese sentido, algo ominoso: aparentemente, son familiares en sus trazos, sus componentes, pero inasibles por la ausencia de brillo en los ojos, por su falta de movilidad y de gesticulaciones significativas. El movimiento de reciprocidad –la congruencia de las expectativas mutuas que fundan la interacción– está roto. El ciego remite brutalmente a la densidad de un cuerpo cuya presencia el hombre occidental, a lo largo de su vida cotidiana, quiere olvidar.

La falta de estimulación visual impide al niño ciego imitar a los miembros de su entorno e identificarse con ellos. Su aprendizaje motor está considerablemente afectado. Si esas dificultades no son consideradas por un entorno observador, disponible y afectuoso, el niño se muestra torpe por mucho tiempo, no recibe ningún aliento para modelar los rasgos de su rostro ni los movimientos de su cuerpo de una manera socialmente conforme a los sentimientos que experimenta.

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Parece que cada hombre lleva en él un rostro de referencia con el cual compara su rostro presente. Un rostro interior que ya no reproduce la realidad actual de los rasgos. El rostro de referencia aparece en la juventud. Innumerables frases lo revelan. Mantiene una especie de existencia fantasmal en la memoria del sujeto. Marca una imposible coincidencia consigo mismo para quien contempla su retrato en una fotografía o se mira en un espejo. El desajuste con el rostro de referencia puede ser experimentado como una conmoción, incluso una destrucción del sentimiento de identidad.

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El envejecimiento, en la sociedad occidental, se vive a modo de un afeamiento y un desposeimiento. En otras sociedades, el envejecimiento que marca los rasgos y blanquea los cabellos aumenta el prestigio y la dignidad, pero no es el caso en las nuestras, marcadas por un imperativo de juventud, vitalidad, salud y seducción, donde la vejez es casi siempre objeto de una poderosa negación. Envejecer, para muchos, tiene todas las apariencias de la desfiguración. Enfermedad venenosa cuyo avance no se puede detener, y ante la cual el sujeto comprueba su impotencia a pesar de todos sus esfuerzos. El rostro de referencia se aleja poco a poco. Algo de sagrado y de íntimo se deshace en el trascurso del tiempo.

El rostro es la juventud en el imaginario social del mundo occidental. Son pocos los hombres, y menos aún las mujeres, que se miran de frente en el espejo o en su fotografía y se reconocen sin nostalgia, aceptando la inscripción del paso del tiempo en sus rasgos. La percepción del rostro del hombre anciano no depende de la naturaleza, sino de una evaluación social y cultural a la cual cada uno adhiere a su manera. Se toma del intercambio mutuo de los valores de una época. El rostro de referencia traduce, en ese sentido, la resistencia interior del actor ante un envejecimiento ineluctable que los valores occidentales le enseñaron a temer. El recurso a la cirugía estética es un modo voluntario de rehacer el rostro de referencia o lo que todavía queda de él, el último intento de oponer una voluntad de control en un rostro que amenaza cada vez más con escapar a los valores sociales y con no poder sostener de manera satisfactoria el sentimiento de identidad.

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Del mismo modo que el nombre que lo designa, todo individuo, incluso el más humilde, lleva su rostro como el mayor signo de su diferencia. Así como el rostro es el hogar secreto del ser, la desfiguración se vive como una privación del ser, una experiencia del desmantelamiento de uno mismo. Eso explica el drama que atraviesan los accidentados o quemados en el rostro. Esas heridas afectan las raíces de su identidad al mismo tiempo que su carne. Además, de quien tiene el rostro arruinado por una enfermedad o accidente, se murmura que ya no tiene aspecto humano.

Una de las características de la violencia simbólica que ejerce el racista consiste en la negación del rostro en el otro. Al tratarse del signo del hombre, el más alto valor que éste encarna, el desprecio del rostro ajeno pasa por su animalización o degradación: el otro tiene jeta, trompa, cara de culo, es descarado. El odio conlleva la desfiguración del otro odiado; le niega la dignidad de su rostro.

Los campos de la muerte, que organizaron de manera sistemática la destrucción del hombre, se esforzaron en eliminar su rostro, en erradicar esa infinitesimal diferencia que hace a cada hombre único, para unificar a todos los detenidos bajo una figura idéntica, hecha de insignificancia a los ojos de los verdugos: “Muy pocas veces los percibí como individuos –dijo F. Stangl, comandante del campo de Sobibor y luego del de Treblinka–, siempre era una enorme masa”. En los campos, hay que ser sin rostro, sin mirada, uniforme bajo la delgadez; hay que combatir en uno cualquier detalle llamativo del rostro, toda señal que instaure un suplemento de sentido en el que se pueda percibir una individualidad. Borrar el propio rostro, empañar los rasgos, eliminar la condición de hombre singular, fundirse en la masa anónima de los otros, sin el relieve de un ser, disuelto en la misma ausencia. “Hay que ser plano. Cada uno lleva sus ojos como una amenaza”, escribió Robert Antelme (La especie humana, sobre su experiencia en campos de concentración nazis). Pero, ante un trozo de espejo recogido en el camino o recuperado de las ruinas, los deportados van desfilando y se maravillan. El fragmento de espejo pasa de mano en mano, hace vivir al deportado el recuerdo de una identidad que, de pronto, descubre que todavía está allí. El esfuerzo por eliminar el rostro no puede contra él cuando todavía se lo puede mirar de frente. El rostro es el lugar más humano del hombre. Quizás el lugar de donde nace el sentimiento de lo sagrado.

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En las situaciones extremas en que el desmantelamiento del hombre es llevado al límite, en las que su existencia depende sólo de un hilo, parece que las capas geológicas del rostro se disuelven, expurgando los rasgos singulares del individuo, para dar lugar a una especie de rostro originario. Por ejemplo, Nicholas Ray, al momento de morir en Nick’s movie, la película de W. Wenders, cuando se ve en un espejo cree reconocer el rostro de su madre. En cercanías de la muerte, o en medio de la derrota, el hombre encuentra en sus rasgos una filiación simbólica que lo remite a su nacimiento y al primer rostro. Evgenia Guinzbourg (El vértigo) dejó un testimonio conmovedor de sus años de deportación en los campos soviéticos. Confrontada a la humillación, al hambre, al agotamiento, evoca un momento en que, con sus compañeras de infortunio, se encuentra ante el tesoro inaudito de un gran espejo en un vestidor: “El espejo azulado devuelve cientos de ojos llenos de amargura, de angustia, en busca de su imagen. No es sino por el parecido con mi madre que me encuentro en medio de las demás. Pavotchka, mira tú, sólo me reconocí al recordar el rostro de mi madre, me parezco más a ella que a mí misma”. Parecerse es aquí una esperanza, comprueba que el desmantelamiento del ser no ha afectado lo esencial. Es el recuerdo de la dignidad y del amor, aunque la identidad ya no sea más que un soplo. Y puede ser una promesa de renacimiento cuando se trata de ancianos o enfermos graves que llaman a su madre, la sueñan o la ven de pronto ante ellos. Es el final de un camino circular en el cual la madre que recibió al niño es ahora aquella cuyo rostro vela su entrada pacífica en la muerte.

* Miembro del Instituto Universitario de Francia. Texto extractado de Rostros, cuya traducción al español se presenta en estos días (ed. Letra Viva).


http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-144793-2010-04-29.html

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