UN SENTIMIENTO QUE MERECE SER DIFERENCIADO DE LA CULPA
“Cuando la falta de vergüenza adquiere la extensión inédita que presenciamos en nuestros días y se multiplican los espacios en los que la segregación se acentúa”, los autores proponen “una lógica de lo colectivo” en la que la noción de vergüenza ocupa un lugar central.
Por David Warjach * y Diego Zerba **
¿La vergüenza es lo mismo que la culpa? Plantearemos que la vergüenza y la culpa inciden decisivamente en el anudamiento de lazos sociales diferentes.
La vergüenza sorprende, irrumpe, muchas veces desorienta. Especialmente cuando no se hace posible ponerla en la cuenta de la culpa. Esto es lo que sucede cuando uno se detiene en el testimonio que da Primo Levi en su libro La tregua, al relatar la sensación de los prisioneros del campo de concentración nazi ante la llegada de los soldados soviéticos en la liberación: “Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien”. El mismo Primo Levi, en Los hundidos y los salvados, dedica un capítulo a analizar la vergüenza del prisionero del campo, y aun del sobreviviente: “Si hay vergüenza, es por culpa, al punto de hacerse ambas indiferenciables. Un pan no compartido, una mezquindad al momento de aprovechar el tenue hilo de agua que se había encontrado, el haber mantenido la vida mientras otros sucumbían, esto es: ‘vivir en lugar de otro’, todos estos podrían ser motivos de culpa y, por lo tanto, de vergüenza del sobreviviente”.
Giorgio Agamben se percata de que estas conclusiones velan una verdad a la que el mismo Primo Levi se había acercado: en Lo que queda de Auschwitz, se extiende en un análisis que se orienta hacia la explicación de la vergüenza sin referencia a culpa alguna. Sus argumentos son diversos, sólo expondremos aquí un hecho tomado del testimonio de Antelme. Se trata del rubor que había invadido el rostro de un joven italiano en el momento inmediatamente previo a ser fusilado por un oficial de las SS, durante la evacuación que los nazis realizaron del campo de Büchenwald, cuando la llegada de las tropas aliadas era inminente. Ese rubor se produjo cuando el joven se percató de que el elegido para ser asesinado era él y no otro. “Es difícil olvidar el rubor de este anónimo estudiante de Bolonia, muerto durante la marcha, solo, en el último momento, en el borde de la carretera junto a su asesino”, escribe Agamben.
Nada en particular ameritaba que hubiese sido él el elegido. Nada permitía discernir por qué moriría él y no otro. La vergüenza no podría entonces ser por vivir en lugar de otro. Aun oscura en su determinación, la vergüenza se revela aquí como dimensión constituyente del sujeto, y previa a cualquier involucramiento del peso de un valor moral que pudiera inducir la culpa. “Se aclara ahora en qué sentido la vergüenza es verdaderamente algo como la estructura oculta de toda subjetividad y de toda conciencia”, escribe Agamben. Al mismo tiempo, la vergüenza brinda indicio de un vínculo social, de una lógica de lo colectivo que, sin dejar de constituir la subjetividad en referencia al otro, no se confunde con la lógica constitutiva de la masa. Es más, puede plantearse que se recupera en el instante en que la masa cesa.
Freud, al introducir la estructura libidinal de la masa en sus elaboraciones, dejó planteado que toda masa genera su moral, y que toda moral es moral de una masa; de este modo la culpa, en tanto solidaria a la moral, quedó ligada al efecto de masa. Fue así que Freud comenzó a concebir la culpa como una pandemia que se extendía sobre la civilización, en contrapunto con el sujeto y la afirmación de su deseo. Sin embargo, la idea de que la estructura del sujeto del inconsciente es indiferenciable de la de la cultura –en los mismos textos de Freud–, puso sobre aviso que quizá debía concebirse otra lógica de lo colectivo.
En oposición a la extensión del efecto “masa-moral”, se desprenden otros efectos. Uno, que en nuestros días ha conseguido carta de ciudadanía entre los llamados “trastornos mentales”, es el pánico, acompañado por el ineludible carácter de advenimiento abrupto y avasallante denunciado por los términos que suelen precederlo: “ataque de”. Siguiendo los lineamientos de Freud sobre la estructura libidinal de la masa, el pánico es el afecto que invade a los miembros de la misma cuando se ven disueltos los lazos que los unen entre sí, por ruptura del lazo con su líder. Por esto, si bien el pánico se ubica en relación con la masa, lo hace en el punto exacto en el que ésta deja de ser.
Independientemente de cuál sea la realidad que se le adjudique al denominado “ataque de pánico”, debe reconocerse, por lo que revelan los pacientes que dicen padecerlo, que –salvo excepciones– no lo exhiben públicamente o, por lo menos, hacen esfuerzos denodados por no exhibirlo. Generalmente dichos esfuerzos incrementan el malestar clínico, constituyendo, curiosamente, parte del cuadro descrito por los manuales de psiquiatría. Invariablemente el motivo por el cual se intenta ocultar queda en las sombras, apenas entrevisto como una difusa vergüenza. Difusa, imprecisa, a veces titubeante, pero no por eso menos eficaz. Decía una paciente: “Yo no sabía qué me pasaba, sufrí durante muchos años esos problemas. Hasta que un médico me dijo de qué se trataba. Eran ataques de pánico. Claro, antes todavía no se había descubierto”. Sin embargo, que hubiera conseguido darle entidad reconocida a lo que padecía no había evitado que, “por vergüenza”, hiciese lo posible para ocultar todo indicio de su padecimiento.
La vergüenza es indisociable de la mirada. Para pensar su anterioridad lógica respecto del tándem moral-culpa, es necesario tener en cuenta esta primera relación. Lacan, en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, la plantea en estos términos: “La preexistencia a lo visto de un dado a ver”. Un dado a ver puede ser tomado desde distintas posiciones por el otro. Una puede ser: avasallándolo con la mirada.
Pongamos el siguiente ejemplo extraído de la observación de un niño pequeño: “Para la misma época en que cumple un año, su mamá comenta que Manuel está intentando caminar sin ayuda. En principio, se mantiene quieto en brazos de alguien, hasta que se lo coloca en el suelo. Puesto en el piso, no manifiesta más interés por estar allí que por quedarse en brazos. Se aferra con las manos a la silla y mira a su alrededor. Amerita la conjetura de que encuentra un puerto seguro, para proveerse él mismo lo que el ambiente no da. La actitud de la mamá cambia bastante en cuanto se le acerca un niño tres meses menor que él: se pone seria, no parece disfrutar de que su hijo interactúe con otro niño. Su atención se desliza a este otro niño que, a sus nueve meses, camina sin mayores dificultades y es bastante simpático y sociable. Finalmente, no tolera más la situación, lo toma nuevamente en brazos y se sienta (Gabriela Carrasco Bax y Diego Zerba: Prevención temprana de un fracaso ambiental; inédito). Al volver su atención a Manuel, su mirada lo borró del lugar en el que estaba para aferrarlo a sus brazos.
Otra puede ser, como plantea Donald Winnicott, la posición de espejo que le permite al niño la experiencia de existir: “El hecho de yo existo es visto o comprendido por alguien [...] Me es devuelta (como la imagen de un rostro reflejado en el espejo) la evidencia necesaria para saber que he sido reconocido como ser” (El proceso de maduración en el niño). Por esta vertiente, la vergüenza se hace presente cuando el niño es sorprendido por la mirada en el preciso momento en que se encuentra a solas.
Winnicott plantea la paradoja de “estar a solas cuando otra persona se halla presente”. Su comienzo es temprano y se hace posible, en primer término, por la función de la madre, que despierta confianza en el niño a partir del apoyo que le brinda al yo. “La etapa siguiente consiste en encontrarse solo en presencia de alguien. El niño juega entonces sobre la base del supuesto de que la persona a quien ama y que por lo tanto es digna de confianza se encuentra cerca, y que sigue estándolo cuando se la recuerda, después de haberla olvidado.” La confianza que posibilita estar solo en compañía de alguien, como condición del juego, deviene “de la experiencia de estar solo en presencia de la madre”. Esta es la condición inicial para que –entre otras cosas– haya estructura libidinal de la masa.
Este autor indica el proceso de constitución de un adentro y un afuera, en lo que llama un espacio transicional, marcando las siguientes secuencias: “a) El niño y el objeto se encuentran fusionados. La visión que el primero tiene del objeto es subjetiva y la madre se orienta a hacer real lo que el niño está dispuesto a encontrar. b) El objeto es repudiado, reaceptado y percibido en forma objetiva. Este complejo proceso depende en gran medida de que exista una madre o figura materna dispuesta a participar y a devolver lo que se ofrece; c) la etapa siguiente consiste en encontrarse solo en presencia de alguien. El niño juega entonces sobre la base del supuesto de que la persona a quien ama y que por lo tanto es digna de confianza se encuentra cerca, y que sigue estándolo cuando se la recuerda, después de haberla olvidado. Se siente que dicha persona refleja lo que ocurre en el juego; d) el niño se prepara ahora para la etapa que sigue, consistente en permitir una superposición de dos zonas de juego y disfrutar de ella”. Así el niño y el adulto pueden efectuar un ida y vuelta al espacio transicional, a partir del cual, por ejemplo, el primero use un repasador de la madre como la capa de Batman, o el segundo un pequeño cartón con un dibujo alargado como as de espadas.
La masa, en cambio, pone el énfasis en la omnipotencia de la mirada del otro; por lo tanto, suspende la capacidad de estar a solas, y la mirada no sorprende sino que se instala como la evidencia obscena de un dominio inapelable. Cuando cae la mirada, junto con el líder, la vacilación le devuelve el carácter sorpresivo: de repente, un integrante de la masa puede encontrarse a solas y ser descubierto en esa situación. En ese instante, experimenta que la moral no le impone un modo de gozar, conforme a la relación obscena que constituía con los otros integrantes de la masa, en la que el yo empobrecido de cada uno resultaba de la investidura libidinal del líder: el yo queda completamente enajenado al exterior de donde proviene la mirada omnipotente. El modelo arquitectónico del panóptico, que funda los dispositivos de encierro, es un excelente ejemplo. Se convierte en superlativo cuando se trata de un campo de concentración.
El acto de vergüenza de descubrirse desnudo recupera la afirmación del deseo, con la vacilación de la mirada del otro. Se sale de la eterna desnudez sin privacidad, sostenida en nombre de la lealtad a la masa. Queda suspendida la moral y la culpa multiplicadora del goce: el súper yo interrumpe sus servicios de abogado del ello. El precio a pagar es el pánico. Este apura el movimiento de taparse, en tanto ha recuperado valor la desnudez. Podemos decir que el pánico tiene la dimensión positiva del encuentro a solas con el otro, cuando se dispersa la masa. Así la vida de cada uno cobra valor, alejándose de la futilidad impuesta por una mirada que no admite más allá. Esta última encarna un discurso desvergonzado que se proclama único. ¿Pero qué nos obliga a tomar la futilidad de la manera enseñoreada como se presenta hoy por hoy? ¿Cuál es la razón para no mirar más allá de las narices de nuestra masa correspondiente que, merced al dominio del mercado, se ha convertido en target? ¿No podemos considerar otros lazos sociales, ajenos a sus coordenadas, que recuperen la dimensión de la vergüenza?
Cuando la ausencia de vergüenza va adquiriendo la extensión inédita que presenciamos en nuestros días, y se multiplican los espacios en los que la segregación se acentúa, la consideración de una lógica de lo colectivo que no conlleve dichos efectos se hace necesaria. El hecho de que Winnicott haya pensado el agrupamiento humano en la dimensión del espacio transicional, y haya concebido a éste constituido por una articulación paradojal, brinda las bases para entender la posible existencia de un vínculo social no segregativo.
Roberto Esposito, al rastrear el sentido etimológico del término “comunidad” en su libro Communitas Origen y destino de la comunidad, plantea: “Communitas es el conjunto de personas a las que une, no una propiedad, sino un deber o una deuda”. Que los hombres sean acomunados sólo y exclusivamente por una obligación, y que la comunidad coincida con la carencia de propiedad de quienes la componen, cuestiona el hecho de que en este campo semántico tenga lugar la existencia de diversas comunidades, ya que no habría atributo positivo que diferenciase unas de otras. Al mismo tiempo que se disolvería irremediablemente toda pretensión de pureza de la comunidad (pretensión cuyas consecuencias nefastas se vivieron con el decaimiento de las categorías histórico-conceptuales de la modernidad), ya que la pureza sólo es pensable en función de un atributo positivo, no contaminado por otro. Sólo habría comunidad en su absoluta impropiedad.
Suele entenderse que lo que cohesiona a una comunidad es aquello que tienen sus integrantes como la posesión más propia. Se pasa entonces a pensar que lo que hay de “más común” es “lo más propio” de cada uno. Ahora bien, si partiésemos de la propuesta de Winnicott y concibiésemos al espacio transicional como la base del agrupamiento humano, y, por lo tanto, de lo que “acomuna”, hallaríamos una propuesta con resonancias de aquel sentido de “comunidad” que se extrae del rastreo etimológico del término. Esto, siempre y cuando se acentúe la lógica paradojal constituyente de lo transicional. En tanto esta lógica implica el carácter indecidible de lo que allí se presente, se torna refractaria a cualquier intento de localización de una posesión estable y estabilizada, ya sea que se quiera nombrar a ésta como raza, nación, territorio, o cualquier otro rasgo de afiliación. Resurge la imposibilidad taxativa de pureza de lo que produce el agrupamiento humano.
Por supuesto, no es indiferente que, a su vez, el “sentimiento de estar vivo” sea solidario del sostenimiento del espacio transicional. Ese sentimiento reviste lo que para Winnicott es expresión de la potencialidad creadora de la vida, en oposición excluyente al sentimiento de futilidad emanado del “falso self”, el falso sí mismo, entendido como organización defensiva que oculta al verdadero self, en intensidades distintas y proporcionales a los fracasos ambientales sufridos por el yo. Lo humano es aquella condición creativa, inherente a la vida y a su espontaneidad, que define al verdadero self. El campo de concentración es el dispositivo específicamente estructurado para su anulación. En tal sentido, su atributo principal no es la crueldad, sino el experimento. En los campos de concentración, se puede registrar el paso desde el hombre al infrahombre –o a la nuda vida, como la llama Agamben– en el interno quebrado, que sólo estaba para la mirada absoluta del experimentador: ningún compañero lo sorprenderá mirándolo, haciéndole sentir vergüenza. Es un ejemplar cuyo hábitat es la moral fundada en la obediencia absoluta. Puede ser que sienta culpa, porque, pese a su condición de infrahombre, no logra dejar definitivamente la humanidad para transformase plenamente en sustancia de investigación.
En cambio, como extremo de un vínculo fundado entre un afuera y un adentro, está la sutil vergüenza de descubrir el cuerpo del otro en el amor.
* Docente de la Cátedra I de Psicoanálisis, Escuela Inglesa, en la Facultad de Psicología de la UBA.
** Profesor adjunto de Psicoanálisis, Freud, en la Facultad de Psicología de la UBA. Texto extractado del artículo “La vergüenza y la culpa. Dos dimensiones en el anudamiento del lazo social”, publicado en la revista Psicoanálisis y el Hospital, Nº 36, de reciente aparición.
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-138453-2010-01-14.html
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