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Lo transmitió Muslim.
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viernes, 26 de febrero de 2010
Garzón no es un prevaricador.
Por Carlos Slepoy
La impiadosa e inaudita persecución judicial que está sufriendo el juez Garzón excede a su persona. Sin perjuicio del odio visceral que trasluce el dislate jurídico que contra él algunos magistrados han puesto en marcha –con el del Tribunal Supremo, Luciano Varela a la cabeza–, es el propósito de enterrar la posibilidad de juzgar los crímenes del franquismo y lanzar el mensaje urbi et orbi de que hay acabar con esas exóticas ideas de justicia universal y lucha judicial contra la impunidad, lo que explica el desafuero que están cometiendo para pasmo de aquellos que creían que la judicatura española estaba en primera línea en la persecución de genocidios y crímenes de lesa humanidad, a pesar de los enormes retrocesos que en la cuestión vienen produciéndose en los últimos tiempos.
Contraviniendo la Constitución, el Derecho Internacional, el Código Penal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la doctrina de que un día supo hacer gala el propio Tribunal Supremo, miembros de este Tribunal se proponen inhabilitar a Garzón por cumplir lo que esas normas y esa doctrina establecen. Le imputan, nada más y nada menos, que el haber dictado a sabiendas resoluciones injustas por haber tenido la osadía de pretender investigar crímenes que sólo se justifica que aún no estén juzgados por el pacto de silencio e impunidad que impuso la Ley 46/1977 del 15 de octubre, de Amnistía, cuya declaración de nulidad ha sido instada por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Centralmente es esta ley la que, sostienen estos jueces, impediría investigarlos. Garzón no podía ignorar su existencia, dicen. Lo que no pueden ignorar quienes desde la cúspide del Poder Judicial así opinan es que esta ley se opone a los arts. 10.2 de la Constitución, que establece que las normas relativas a los derechos fundamentales se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España y 96.1, que señala que dichos tratados formarán parte del ordenamiento jurídico interno; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que determina que serán juzgados y condenados quienes cometan actos delictivos según los principios generales del Derecho Internacional; la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, que establece que todo tratado obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe y que una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado; la Convención contra el Genocidio; la Convención contra la Tortura; la Convención sobre Desaparición Forzada de Personas, todos ellos firmados por España, y otros innumerables acuerdos, principios y normas imperativas del derecho internacional que establecen la imprescriptibilidad de estos crímenes y señalan que sus responsables no pueden en ningún caso beneficiarse de leyes de esta naturaleza. Con su sola cita se podría llenar el espacio de este artículo.
En el colmo del despropósito, el Tribunal Supremo juzgó y condenó al represor argentino Adolfo Scilingo por crímenes de lesa humanidad cometidos en Argentina sosteniendo que los mismos pueden y deben ser perseguidos por ofender a la comunidad internacional, siendo inhábiles cualesquiera leyes que los amparen, y ahora, cuando el mismo juez español que procesó a aquél pretendió investigar delitos del mismo tenor cometidos por españoles contra españoles en España, algunos de sus miembros lo tildan de prevaricador y pretenden juzgarlo.
La ley de amnistía y la negativa judicial a juzgar estos hechos ilícitos no sólo sumen en el descrédito y la vergüenza, nacional e internacional, a los políticos y a la administración de Justicia españoles, sino que también desamparan a los cientos de miles de víctimas que en su día lucharon por defender la legalidad republicana y por eso sufrieron muerte, desaparición y destierro y a sus familiares que, pasados ya casi setenta años del comienzo de la acción criminal, todavía deben seguir reclamando reparación y justicia.
En Alemania, Francia, Italia... se sigue juzgando a los responsables nazis por hechos cometidos aun antes de los que Garzón imputaba a los asesinos españoles. En Argentina, Chile, Uruguay... se juzga a criminales que pretendieron ser amparados con leyes como la ley de amnistía española.
No hay duda de la influencia que han tenido las actuaciones judiciales de Garzón en la lucha contra la impunidad en nuestros países. De ahí la perplejidad de tantos, que sintetizó Juan Gelman en su artículo “No se entiende” publicado en este periódico el 11 de febrero de este año. Pero sí se entiende. Los procesos en España fueron posibles, fundamentalmente, gracias a una enorme movilización social y repercusión pública que, en circunstancias favorables, dobló la voluntad de la amplia mayoría de la judicatura española que se oponía a los mismos. La aparente paradoja no es tal, por consiguiente. Lo que ocurre es que ahora Garzón se metió en su propio patio y eso ya no lo pueden consentir.
Hasta el presidente de la Audiencia Nacional, tribunal en su día admirado mundialmente por declarar la competencia de la Justicia española para investigar y juzgar el genocidio cometido en el cono sur de América, se permite decir que lo de juzgar los crímenes franquistas es opinable y se escandaliza ante la sugerencia de que exista una conspiración para evitarlo y para eliminar a Garzón de la carrera judicial. Nada hay opinable en esta materia: los crímenes contra la humanidad cometidos por el fascismo español pueden y deben ser juzgados. Y si no hay una conspiración –que atraviesa a las más altas instancias del poder político y judicial–, la carga de la prueba les corresponde a quienes lo niegan, ante los inocultables indicios de su existencia.
Hay prevaricadores, pero Garzón no es uno de ellos.
Los prevaricadores son los que se han opuesto a la investigación de los crímenes de la dictadura y los que contra este juez vienen dictando resoluciones manifiestamente injustas. A ellos debe serles aplicada la sanción que el Código Penal español prevé para quienes lo hagan a sabiendas, lo que debe suponerse dadas sus altas investiduras: inhabilitación absoluta para todo empleo o cargo público de diez a veinte años.
A esta pena deberían enfrentarse cuando cese el desvarío y el derecho y la justicia sean restablecidos.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-141011-2010-02-26.html
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