Más de 2.000 mujeres se cubren con el velo integral en Francia
Faiza Silmi me recibe en la estación de tren de La Verrière, en la periferia de París, cubierta de la cabeza a los pies con su niqab, la versión del burka que solo deja los ojos al descubierto. En Francia se calcula que unas 2.000 mujeres musulmanas llevan esta prenda. Su proliferación en las calles y mercados de algunos barrios desfavorecidos inquieta a los alcaldes, que han impulsado una comisión parlamentaria para estudiar si debe prohibirse una indumentaria considerada contraria a los valores de la República.
Mientras diputados, juristas y representantes de la comunidad musulmana discuten el delicado asunto en los despachos, en la calle Faiza se desenvuelve con toda naturalidad. Una vez al volante de su viejo Renault se levanta el velo que le cubre la cara. Tras el severo –y algo intimidante– caparazón asoma un rostro pecoso y risueño, con una arrebatadora sonrisa perlada.
Al tiempo que conduce con gesto seguro y dinámico, esta mujer de 32 años me habla de sus cuatro hijos, tres niños y una niña de ocho, siete, cinco y tres años. «En casa hablamos francés, porque su padre ha nacido aquí, pero ahora en la escuela me han propuesto inscribirlos a clases de árabe. Dos horas cada miércoles, he dicho que sí», cuenta. Faiza lleva a sus hijos a la escuela pública y laica, donde el simple pañuelo que cubre el cabello fue prohibido por ley en el 2004.
¿No entra nunca en el recinto? «Sí, claro. Me quito el niqab porque me gusta que los profesores me conozcan. Lo hago por el bien de los niños, me gusta seguir sus estudios», argumenta. No es la única excepción. «También me lo retiro en el aeropuerto o cuando entro en el banco. No estamos en contra del Estado ¿sabe?», explica una vez llegadas al parking de un desangelado centro comercial.
Entramos en un MacDonalds. «Me gusta venir aquí con los niños», comenta Faiza señalando los juegos infantiles del local. ¿A comer hamburguesas? «Las hay de pescado», replica para dejar claro que la concesión a la cultura americana no le impide seguir los preceptos alimentarios de su religión. Los escasos clientes la miran con disimulo. Ella no parece inmutarse.
«No hay problema. En mi barrio me entiendo muy bien con los vecinos, tengo amigas creyentes cristianas y otras que no lo son. No solo me relaciono con musulmanas. Somos gente normal, como todo el mundo. Solo queremos que nos respeten como nosotros respetamos a los demás», suelta de corrido, de nuevo a rostro descubierto antes de dar un primer sorbo a su café.
El Gobierno rechaza el velo integral no tanto por su simbología religiosa como por considerarlo un signo de sumisión. «Esto es algo que llevas encima como una segunda piel, no un momentito, no se hace esto para complacer al marido».
Entonces ¿por qué?. «Para seguir a Dios, me protege del pecado. Quiero ir al paraíso», repite antes de desvincularse del movimiento salafista y de cualquier práctica radical del Islam. «No es una religión violenta como muchos piensan, queremos la paz», subraya.
Nacida en Marruecos, hace 10 años que Faiza vive en Francia, la patria de su marido y donde reside la mayor parte de su familia. Cuando llegó, llevaba el hiyab, el velo que rodea la cara y cubre hasta los hombros. «Me sentía incómoda, prefiero que los hombres no vean las formas», dice. Al cabo de un año, lo cambió por el niqab y se casó con el hombre que le presentaron los parientes siguiendo la tradición de su cultura de origen.
Al principio su opción causó estupor. «Mi familia no lo aceptaba, decían que era demasiado, pero ahora han visto que yo me siento bien y respetan mi decisión», explica Faiza.
¿Qué hará si Francia lo prohibe? «Llamaré al sabio». ¿Un imam?. «Sí, si él me dice que debo quitarme el velo lo haré, si me dice que no, me volveré a Marruecos. No quiero vivir al margen de la ley».
Una decisión radical
«Si lo tengo que hacer, lo haré, aunque será duro, porque aquí está mi vida, este es el país en el que han crecido mis hijos», añade. Faiza desea quedarse y seguir con sus cursos de taekuondo, que toma desde hace tres años. «Iría a un centro de musculación pero no hay salas especiales para mujeres».
La feminidad se libera puertas adentro. «Me gusta cambiar el color del pelo, ahora lo llevo rubio, y en casa me pongo pantalones piratas e incluso minifalda si me apetece», confiesa con un destello de picardía en sus grandes ojos almendrados antes de desaparecer de nuevo debajo de la tela negra.
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Oí al Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él-, diciendo:
«Quien de vosotros vea una mala acción, que la cambie con su mano, si no pudiera con su lengua, y si no pudiera, entonces en su corazón, y esto es lo más débil de la fe».
Lo transmitió Muslim.
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