Oí al Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él-, diciendo:

«Quien de vosotros vea una mala acción, que la cambie con su mano, si no pudiera con su lengua, y si no pudiera, entonces en su corazón, y esto es lo más débil de la fe».

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miércoles, 7 de abril de 2010

¿Hasta cuándo?

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El vicepresidente norteamericano Joseph Biden junto al primer ministro israelí Netanyahu.

Autor: Sergio I. Moya Mena

El gobierno de los EE.UU. había venido censurando la ampliación de los asentamientos por considerarlo un obstáculo para la reanudación de las negociaciones de paz con los palestinos

La reciente “crisis” diplomática entre los Estados Unidos e Israel generada a partir del anuncio del gobierno de este país de construir 1.600 nuevas viviendas en el asentamiento judío ilegal de Ramat Shlomo, en Jerusalén Oriental (parte árabe de la ciudad), justo cuando el Vicepresidente de los Estados Unidos Joseph Biden se encontraba de visita oficial en Israel es reveladora en muchos sentidos.

El gobierno de los EE.UU. había venido censurando la ampliación de los asentamientos porque los considera un obstáculo para la reanudación de las negociaciones de paz con los palestinos, de manera que la decisión israelí no podía verse más que como un “insulto” a los EE. UU y particularmente una humillación para Biden. Poco les importó a los israelíes, que este funcionario fuera uno de los más importantes amigos de Israel en Washington, que durante sus 35 años en el Congreso votó sistemáticamente apoyando los intereses de ese país y que solía describirse a sí mismo como “orgullosamente sionista”.

¿Qué capital político le permite a los gobiernos de Israel hacerle estos desplantes a su principal aliado y patrocinador, que según cifras del Congressional Research Service, le entrega año tras año un promedio de tres mil millones de dólares?: la seguridad de que pase lo que pase, no importa todo lo que los gobiernos de Israel hagan para sabotear los esfuerzos encaminados a lograr la paz, sus intereses en Washington están bien resguardados gracias a la influencia política que tienen en esa capital grupos de presión como el Comité de Asuntos Públicos Israelí-Norteamericano, AIPAC, que se opone a un acuerdo justo con los palestinos y que todos los años reparte millones de dólares entre los miembros del Congreso para “garantizar” que el apoyo absoluto a Israel no se altere; o los grupo cristianos-sionistas, cuya lectura apocalíptica y fundamentalista de la Biblia en la que Israel es el “principal instrumento de Dios en la historia”, es compartida por vastos sectores protestantes de los EE.UU.

Estos grupos de presión hacen verdaderamente difícil que los EE.UU modifiquen su política de apoyo incondicional a Israel y asuman un rol más ecuánime como mediador y patrocinador de un proceso de paz. De manera que, pese a ser en muchos sentidos un país dependiente de los EE.UU., Israel y su lobby pueden torcer brazos en Washington para salvaguardar sus intereses. Así lo hicieron en 1975 cuando el presidente Gerald Ford, después de culpar a Israel por el rompimiento de las negociaciones con Egipto sobre el retiro de la península del Sinaí, anunció que daría un discurso en el que plantearía una “reevaluación” de la relación con Israel. AIPAC se movilizó en el Congreso y patrocinó una carta firmada por 76 senadores que advertía al presidente “no amenazar las relaciones con Israel”. Algo similar sucedió en 1991, cuando el presidente George Bush había decidido imponer su veto a un préstamo a Israel. Cuando se enteró que el lobby proisraelí había sumado los votos suficientes votos para anular su veto, Bush echó marcha atrás sumisamente. En marzo de 2002, en medio de la operación militar Escudo Defensivo que el ejército israelí llevaba a cabo contra varias ciudades en Cisjordania y que cobró la vida de 500 palestinos, el presidente George W. Bush hizo un llamamiento al primer ministro Ariel Sharon para que se retirara de la asediada ciudad palestina de Jenin, pero el lobby pro-Israel y la derecha cristiana inmediatamente organizaron un bombardeo mediático contra la Casa Blanca. Más de 100.000 mensajes de correo electrónico y llamadas telefónicas fueron hechos instando al Presidente y sus funcionarios a dejar que Israel “terminara el trabajo”. Bush simplemente dejó de presionar a Sharon. Días después no quedaba duda de quién había impuesto su voluntad. El predicador fundamentalista Jerry Falwell decía: "Creo que ahora podemos contar con el presidente Bush para hacer lo correcto para Israel siempre."

La reciente crisis no se ha saldado de manera distinta. Varios funcionarios de la Administración Obama, incluso su asesor más cercano David Axelrod y la Secretaria de Estado Hillary Clinton, protestaron por la decisión israelí de ampliar los asentamientos y Washington suspendió la visita del enviado especial a Medio Oriente, George Mitchell. Pero al final la fuerza del lobby se impuso y la misma Hillary Clinton debió tragarse su inicial indignación y afirmar que “entre los EE.UU. e Israel había una unión estrecha e inquebrantable”. Todo volvió a la normalidad, al punto que en medio de la crisis diplomática entre ambos países, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu participó en la Asamblea anual de AIPAC en Washington donde dio un discurso lleno de falacias e inexactitudes históricas y en el que se dio el lujo de afirmar: “El pueblo judío construyó Jerusalén hace 3.000 años y el pueblo judío está construyendo Jerusalén en la actualidad. Jerusalén no es un asentamiento. Es nuestra capital.” Así las cosas, Israel puede burlarse de su principal aliado y salir airoso, puede también robarse doce pasaportes británicos (ante la ira temporal de los ingleses, otros de sus principales aliados) para cometer una ejecución extrajudicial y “aquí no ha pasado nada señores”.

La acción del lobby no sólo constituye un impedimento para arribar a una solución pacífica al conflicto palestino-israelí, lo cual le da a los extremistas un pretexto para perpetuar la violencia en todo el Medio Oriente y en el mundo en general, constituye también un problema para la seguridad de los EE.UU. Hace algunas semanas el General David Petraeus, jefe del United States Central Command, CENTCOM, afirmó en una comparecencia ante el Senado, que la persistencia del conflicto palestino-israelí fomentaba el sentimiento anti-estadounidense debido a la percepción de favoritismo de los EE.UU hacia Israel y limitaba la intensidad y profundidad de las alianzas de EE.UU. con los gobiernos y pueblos de la zona. Perpetuar el statu quo, continuar negándoles a los palestinos el derecho a tener un estado funcional y con plenos derechos, es una amenaza a la seguridad e interés nacional de los EE.UU. ¿Hasta cuándo van a terminar de entender esto los políticos de Washington?

Sergio I. Moya Mena es Profesor de la Universidad de Costa Rica.

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