Oí al Mensajero de Dios -la paz y las bendiciones de Dios sean con él-, diciendo:

«Quien de vosotros vea una mala acción, que la cambie con su mano, si no pudiera con su lengua, y si no pudiera, entonces en su corazón, y esto es lo más débil de la fe».

Lo transmitió Muslim.

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sábado, 26 de diciembre de 2009

El Imperio de la guerra tuvo su noche de paz: la excepción que confirma la regla.

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Esta navidad como cualquier otra, viene a corroborarnos la vaciedad sórdida y crónica de la sociedad de consumo en que vivimos.

Viene a recordarnos todo lo que perdimos con la televisión, esa ventana que entró en nuestras casas con la promesa de darnos todo gratis sin pedir nada a cambio y acabó llevándose y prostituyendo todo aquello que somos y en lo que creemos. Atrás quedaron esos tiempos en que nuestras abuelas usaban polleras y nos tejían a mano un pulóver para el invierno; ahora nuestras madres solteras modernas fuman en minifaldas y se niegan a amamantar a sus hijos para que no se les estiren los pechos.

Lejos están los tiempos en que en una casa había sólo una tijera de acero durable como el tiempo y comprada con mucho esfuerzo. Ahora, mientras buena parte de la humanidad no tiene agua ni electricidad, compramos una cámara digital por año. Y debemos hacerlo, porque este progreso económico no vino solo, hemos pagado por ello el precio de quien vende su alma al diablo: la implementación a sangre y fuego de un modelo económico que destruyó nuestros lazos sociales y prostituyó nuestra cultura comunitaria.

Como en una aldea perdida de la polinesia, donde los nativos se pelean entre hermanos por apropiarse de las pocas baratijas traídas por el hombre blanco, todas esas cámaras digitales, mp4 y computadoras, han venido a efectivizar la pérdida de las chiquilladas que jugaban en las calles con una pelota de trapo, las reuniones diarias en casas de amigos tocando la guitarra, los domingos de pesca con tíos lejanos o las conversaciones con un vecino.

Ni siquiera es necesario ahora reunirnos en familia a ver un programa de televisión; ahora ya hay una televisión para cada uno, o el egoísmo es tan grande que nos turnamos. La televisión, más que regalarnos nada, entró a nuestras casas a tasar y ponerle precio a nuestras vidas.

Parte de esa subasta es la tendencia occidental de ponerle una fecha a nuestras relaciones humanas o a nuestra fe. Ahora ya no hace falta cuidar a nuestros padres como ellos nos cuidaron a nosotros, dándoles de comer en la boca y cambiándoles los pañales cuando se ponen viejos y vuelven a ser niños: alcanza con abandonarlos en un geriátrico y pagarle a una enfermera para que lo haga de mala gana y llevarles un regalo para el día de la madre o el padre.

Ahora tenemos un día para todo: el día del padre, de la madre, del niño, de los enamorados, del maestro, del trabajador, de la mujer, etc. En cada uno de ellos se hace siempre lo mismo: suplir con dinero y regalos lo que faltó en amor y calidad humana.

Cada uno de estos días es la excepción que confirma la regla, es la aceptación subrepticia de que hemos abandonado al padre, a la madre, al niño, a la mujer, al trabajador; y por eso, sólo una vez al año y no más, nos acordamos de ello y lavamos nuestras culpas con un regalo.

Esta tendencia a ponerle una fecha a todo y convertir nuestras relaciones humanas y valores y todo lo que nos importa en algo sólido y concreto que se pueda ver, tocar y vender, es la esencia misma del paganismo y la idolatría que hombres como Jesús vinieron a combatir, porque es la confirmación de que se puede olvidar a Dios o a la madre durante todo el año pero seguir venerándolos porque se les hace un regalo en un fecha determinada.

Es en lo que el Imperio quiere convertir a todas las religiones y culturas: algo que va “por dentro”, que debe “amoldarse a los tiempos”, para que de este modo el profesante moderno acepte sin quejarse las inmoralidades de la sociedad de consumo, como la pornografía publicitaria necesaria para vender lo que nadie necesita, el embrutecimiento y la infantilización de la población crítica a través de la cultura de la diversión y el alcohol; la usura bancaria, la contaminación descarada de la atmósfera con la industria del automóvil personal; la insensibilidad hacia el dolor ajeno y la indiferencia hacia los débiles, necesaria para consagrarse a esta vida materialista y productiva, que es contraria a la vida contemplativa y piadosa que exigen las religiones genuinamente monoteístas, basadas en convicciones populares, en la vocación de servicio a los demás, y libres de clero. Porque claro: no se puede ser parte de semejante mierda si uno tiene principios o si se es solidario con las víctimas de los atropellos necesarios para que semejante sociedad funcione.

Es el mismo esquema con el que los sionistas de Israel, el nuevo ‘Matón del Imperio’, pretenden redefinir al judaísmo: no como una religión basada en un pacto solemne bajo convicciones concretas, sino como un conjunto difuso de valores culturales que pueden acomodarse a gusto y placer de aquellos que, naturalmente, no tienen el valor ni para comprometerse con su práctica ni para hacer pública su falta de adhesión. Por eso ahora en Israel los preceptos de la Toráh son ‘optativos’; se puede comprar cerdo en cualquier carnicería, la tortura es legal, y todavía pueden arrogarse la representación del Judaísmo ante el mundo.

Lo que más nos repugna del capitalismo, esa tendencia a convertir los valores y los ideales espirituales en merchandising para la venta, no fue en absoluto inventado por Adam Smith ni es una novedad de los imperios anglosajones. La idea es muchísimo más vieja, y data de los tiempos en que el ser humano abandonó la batalla de lo abstracto, el reino de las verdades invisibles y los derechos intangibles para instalarse en el reino de lo inmediato, de lo material y de lo aparente. Es la histórica batalla de los profetas monoteístas como Abrahán contra esa tendencia siniestra de reemplazar a Dios, fuente y garante de todas las virtudes humanas, por un muñequito de barro pintado, de madera o de oro, al que se le puede ver y tocar y al que podemos simular más fácilmente que tememos y respetamos, porque sabemos que no es más que un objeto inerte que no puede ni beneficiarnos ni perjudicarnos ni inspirarnos, y más aún; que está bajo nuestro control, y no nosotros bajo el Suyo.

En la modernidad los actores se han transformado y cambiado de nombre, y sus técnicas y herramientas se han vuelto más complejas. Ahora los defensores de la invisible, incorroborable, pero a la vez innegable consciencia humana, ese misterio que somos momento a momento, que anima nuestros cuerpos y que es precisamente lo único que no podemos fabricar ni corroborar en un laboratorio, no son los profetas de antaño, pero todavía vienen con albricias y advertencias de catástrofes; son los movimientos populares, las corrientes ideológicas que defienden esos valores abstractos indirectamente para evitar ser asidos por el tirano en un molde, orbitando alrededor de estos valores como un satélite en torno a un planeta; el socialismo, una ideología de cristianos libertarios decapitada de credo religioso para evadir el control del clero; y las comunidades nativas de los pueblos que aún viven en contacto con la naturaleza, que si bien antaño profesaron formas primitivas de paganismo, ven amenazada la autenticidad de su cultura por algo mucho peor que eso: el aluvión fetichista de la cultura del dios dinero, que todo lo compra y todo lo vende, que todo lo prostituye y lo vacía de sentido; que en nombre del oro convierte en barro todo lo que toca.

Otra de las formas modernas que ha tomado la lucha contra la idolatría es el anarquismo utópico, que profesa una estricta y escrupulosa igualdad entre todos los seres humanos y la abolición de toda jerarquía opresora; la organización asamblearia de la sociedad para su gobierno y toma de decisiones; la vuelta al trueque y las formas primitivas de economía regional que le daban al comercio el valor de relacionar a los seres humanos a través de la cooperación y el mutuo beneficio en vez de la competencia y la intermediación parasitaria; la vuelta a las formas primigenias de producción y de relación con la tierra, que se aseguraban de que nadie amasara una riqueza sin trabajar, y que nadie padeciera de obesidad, vicios y depresión crónica, que han hecho de la vida adulta del burgués moderno una colección de fármacos, preservantes de laboratorio y lo han convertido en un languideciente hospital ambulante.

Los defensores de ídolos modernos también han cambiado y variado sus técnicas. En definitiva sus objetivos ulteriores siguen siendo los mismos: la detentación por la fuerza de una posición social y su poder irrestricto para influenciar al resto de la sociedad. En contraste, uno puede encontrar en la organización social del capitalismo moderno y en su garante religiosa, la Iglesia Romana, una descripción exacta de todos los valores opuestos a los mencionados y defendidos por sus fundadores: organizaciones jerárquicas violentamente verticales; la transmisión hereditaria del poder sin consideración al mérito, la encarnación irracional de La Divinidad en seres humanos “especiales e inmaculados”, la primacía de la arbitrariedad propia sobre la razón ajena, y la mega destrucción del entorno natural para satisfacer y anestesiar a ese ciego e indolente rebaño que los alimenta y los mantiene gorditos, que es la sociedad de consumo.

¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha cambiado desde que los revolucionarios echaban a los comerciantes de los templos en nombre de Dios y el Imperio Romano exhibía sus cadáveres clavados en una cruz de palo como trofeo, para amedrentar al pueblo y disuadir a los rebeldes; y esta época en que los revolucionarios siguen llevando una vida de sacrificio junto a los humildes, luchando contra los tiranos, defendiendo al Gran Invisible y los derechos intangibles del ser humano, portando largas barbas y siendo acusados de terroristas subversivos?

Nada ha cambiado aún, y sin embargo todo está a punto de cambiar; los genuinos herederos de la tradición de los profetas y su teología monoteísta, los musulmanes, se están despertando y avistando su propio reflejo allende los mares en el espejo de sus hermanos de Occidente: las izquierdas latinoamericanas. Lo mismo sucede con los grandes intelectuales y luchadores sociales de América Latina: comienzan a ver que sin compartir en absoluto la misma iconografía ni el mismo lenguaje, los musulmanes profesan en su tradición religiosa los mismos valores humanos intangibles que ellos defienden por convicción política. O cuanto menos, se empiezan a preguntar por qué el Imperio se ensaña con ellos: algo bueno deben tener.

Lo que une a estos dos grupos que hace décadas parecían tan disímiles es una historia común de tragedias y luchas contra el Imperio, de dictadores puestos a dedo, de colonización y de destrucción de su cultura social; de persecución y tortura bajo la acusación de terroristas subversivos: nada menos. Lo que los separa, es precisamente lo que todavía hay en ellos que pertenece al César: la iconografía del lenguaje al que atribuimos nuestra identidad, que no es la esencia de lo que se quiere transmitir sino un vehículo ocasional y un recurso del intelecto humano que ha llegado también a nuestras vidas como huésped, se ha convertido en el adorno de nuestra idiosincrasia, y se ha transformado a lo largo del tiempo en un tirano domador que así como antaño nos permitió llegar al corazón de nuestros semejantes, desnudar nuestras almas y entendernos como un solo ser, hoy en día nos separa a través de diferencias irreconciliables y amenaza con dejarnos solos frente a la violencia y la voracidad del Imperio. Esa identidad que ya no es la defensa de un ideal abstracto, sino la defensa chauvinista de una bandera.

El humanista judío Erich Fromm escribió en su libro “¿Tener o ser?”: “la teología monoteísta, con su prohibición iconoclasta de toda idolatría y superstición, forzó a nuestros ancestros a conformarse con imaginar a una divinidad que no podían ver, y dio así nacimiento al pensamiento abstracto moderno del que surgió el imperio de la ciencia y la razón”.

Plugiese a Dios el advenimiento de un tiempo en que los revolucionarios dejen de profesar la religión del Imperio y abracen esta religión revolucionaria, y en que los fieles de esta religión revolucionaria dejen de profesar la ideología política del Imperio y abracen la ideología de los pueblos.


Mo’ámmer Darman al-Muháyir. elojah@gmail.com

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1 comentario:

Karina Siliézar Delgado dijo...

Soy estudiate de la UCR, estoy haciendo una investigación sobre la mujer musulmana y su vestimenta y su comportamiento social según el Corán, necesito conocer mujeres o una mujes musulmana para entrar más a fondo , me sería de mucha ayuda si me escribieran, ya que del tema no encuentro mucho.Les dejo mi correo:
galath21@hotmail.com

Muchas Gracias!!!